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LOS NIÑOS PERDIDOS PARA SIEMPRE

   Hace poco una amiga mía pasó por una experiencia terrible. Mientras llevaba al hijo, un travieso chicuelo de ocho años, al colegio, fue interceptada por unos motorizados que le apuntaron con un arma y la secuestraron con todo y muchacho. Los ruletearon, sacaron dinero del cajero automático y se llevaron el carro, dejándolos abandonados (gracias a Dios) en una carretera secundaria a las afueras de Caracas. Antes, ella les lloró y gritó que la dejaran bajar del carro con su muchacho, o que al menos dejaran al niño en alguna esquina. Tuvo suerte, al final la dejaron ir sólo con un susto mortal, sin carro y con un muchacho que lloraba histéricamente. Fuera de eso, nada más. Una gente se detuvo y la auxiliaron, aunque ella me contó que cuando el carro frenó frente a ellos, el niño comenzó a llorar otra vez, asustado, tal vez pesando que habían regresado los malandros o que eran otros parecidos. Mientras me lo contaba, Mercedes, mi amiga, lloraba de nuevo, diciéndome que tuvo mucho miedo, no de que abusaran de ella, sino de que tocaran al niño malamente, o los asesinaran. O la dejaran a ella y se llevaran al niño para pedir rescate o algo así. Para terminar su relato, soltó una frase que a mí me dejó pensativo, porque revivió un viejo dolor que ya había olvidado:

 

   -Al menos no nos pasó como a los Faddoul.

 

   El día 23 de febrero del 2006, a las seis de la mañana, tres muchachos, los Faddoul Diab, Bryan (el mayor), Kevin (de 14 años, con una leve parálisis motora) y Jason (el menor, ángel guardián de Kevin a quien ayudaba con su problema para caminar), salieron de su casa en la caraqueña urbanización Bella Vista rumbo al colegio, conducidos por el señor Miguel Rivas (con años de servicios con ellos, donde se había ganado un puesto de confianza con la familia). Todo parecía de lo más corriente hasta que el carro fue interceptado por una falsa acábala, donde habían oficiales de las llamadas fuerzas del orden, y todos fueron secuestrados. Hasta ese punto, nadie le prestó mayor atención como no fuera ante el desastre de tres hermanitos secuestrados al mismo tiempo, de los cuales uno tenía un leve retraso físico. Sin embargo, era sólo un caso más dentro de un país sitiado por delincuentes. Sólo un delito más, otro secuestro.

 

   Venezuela es un país rumorero, nos encanta un chisme, y ya por ahí se decía que un familiar de los Faddoul estaba implicado en el secuestro. Falso. Se dijo que el chofer, el señor Rivas, era cómplice. Totalmente falso. Lo único cierto era lo que vecinos y compañeros de estudios de los muchachos decían, que eran buenas personas, y que en la fulana alcabala habían policías de verdad. Dato que no fue investigado hasta que fue demasiado tarde. Lamentablemente, en el país, policías, fiscales y jueces sólo persiguen a la gente que es atacada o señalada por el Presidente de lo que antes era la República desde sus peroratas interminables e inútiles, en especial periodistas y medios de comunicación. Para todo lo demás, no hay tiempo. Que cada quien se salve como pueda.

 

   El tiempo pasaba, la familia hacía llamados para que los regresaran, los compañeros de estudios hacían marchas pidiendo la libertad de los Faddoul y del señor Rivas; se rezaban misas, se hacían vigilias, y en todo ese tiempo se establecían los contactos para pagar y recuperarlos. Hasta ese momento, nada extraño; una gente con real había sido atacada, se llevaron a los hijos, se pagaría una cantidad horrible de dinero y ya volverían. Todo como siempre. Pero no fue así.

 

   Recuerdo bien esa noche del martes 4 de abril de ese mismo año; estaba yo en el apartamento de un hermano usando su computadora, cuando me paré un rato y fui a buscar algo, no recuerdo qué, y lo vi sentado en su cama, mientras veía Globovisión, el canal de noticias todo el día, mientras revisaba unos exámenes de sus alumnos, y me dijo con voz estrangulada que habían aparecido cuatro cadáveres en un botadero de basura en El Lechosal, en San Antonio de Yare. No caí en cuenta de lo que eso podía significar, y sólo solté un ¿si?, de indiferencia. Muere tanta gente en Venezuela a manos del hampa y la violencia desatada, muchas veces justificada desde los organismos e instituciones que debían controlarla, que ya uno ni se sorprende.

 

   -Si, parece que son los niños Faddoul. –dijo, grave.

 

   ¡Coño! Sentí una vaina fea por dentro. Dios, ¡no podía ser! ¡Mataron a los niños secuestrados! Era imposible de creer. Y uno todavía tenía la esperanza de que no fueran ellos, como que si de tratarse de otros, la cosa fuera menos terrible. Pero lo cierto es que uno lo sentía así. Porque eran tres hermanitos, eran sólo muchachos, y eran los tres hijos de una señora (y de un señor, pero Venezuela es un país marcadamente matriarcal) que iba a saber y encontrarse con que sus niños ya jamás volverían, que ahora si habían desaparecido para siempre; y pensar en eso, ponía la carne de gallina. Creo que esa noche todo el mundo siguió las noticias. Decían que llevaban más de cuarenta y ocho horas muertos, que si estaban vestidos con sus uniformes de colegio y que estaban caídos en fila, con un disparo en la sien y rematados con tiros en la nuca, tipo ejecución. Después comenzaron las noticias más escabrosas, los detalles más siniestros: que si los habían torturado, que si tenían marcas de quemadas de cigarrillo, de golpes. Que estaban desnutridos; y lo peor, que en la zona habían circulado rumores desde hacía semanas de que por ahí andaban esos muchachos, y ninguna autoridad hizo nada por buscarlos.

 

   Al día siguiente todo fue un pandemonium, la población estaba como enloquecida de rabia, de dolor, de espanto. En las urbanizaciones y las barriadas populares la gente comenzó a salir, a reunirse, a comentar entre ellos tanto horror. Y se protestaba y se gritaba. ¡Cómo había personas llorando en las calles! Todos exigían justicia y seguridad. Pero sobretodo, declaraban su arrechera, su impotencia y dolor ante un crimen tan terrible, monstruoso e innecesario. Recuerdo que ese día quedé atrapado en una cola gigantesca que duró horas, porque muchas avenidas estaban trancadas con la gente que gritaba contra la violencia que se exacerbaba desde tribunas públicas por dirigentes delirantes que justificaban el crimen como medio para subsistir en lugar de crear fuentes de empleo y mandar a todos a trabajar como gente decente; y uno no podía molestarse con esa demora, el crimen había sido demasiado feo. Todo el mundo lo entendía.

 

   Recuerdo que la conmoción duró semanas, aderezado con los cuentos de boca a boca, donde se decía que la mamá de los niños se había vuelto loca ante la vista de los cadáveres. Otros decían que había intentado suicidarse, y, aseguraban otros, que ya había muerto. La doña demostró tener una tenacidad y un temperamento de acero, desconcertante para nuestra naturaleza más llorona y emotiva, extrañamente resignada ante su perdida y dolor, tal vez dado sus antecedentes, una libanesa, y la gente de esos lados tiene que ser dura para subsistir entre la esperanza y la violencia de la zona y su historia. El caso es que a los días, hablándolo nuevamente del tema en mi sitio de trabajo, algunos comentaban que la cosa ya estaba durando mucho, que se usaba para atacar al Gobierno y cosas así. Recuerdo que me molesté y les dije que a mí me había parecido una desgracia terrible y pasé a contar por qué, cosa que explica la noche tan mala que había pasado ese martes.

 

   Yo lo veía así: los captores habían demostrado ser brutales dado las huellas de golpes y quemaduras, de tortura física y mental. Durante todo el tiempo de cautiverio esos niños debieron sufrir mucho, no sólo por estar retenidos, sino al saberse a merced de gente capaz de herir con golpes y quemaduras, y que niños al fin tal vez lloraban y suplicaban que los dejaran ir, que no le dirían nada a nadie. Seguramente les respondían que si, que todo se solucionaría, que los liberarían. O lo arreglaban todo golpeándolos más. Y ese día, cuando los sacaron de donde estuvieron, tal vez los cuatro pensaron que la pesadilla iba a terminar. Pero imagino que el chofer, el señor Rivas, siendo más viejo, y Bryan, el mayor, al entrar al vertedero de basura (qué conveniente, qué simbólico) debieron imaginar por dónde venían los tiros, porque todos en este país saben para qué se utilizan ciertos lugares. Y debieron tener miedo, mucho miedo, porque la muerte no es algo que se pueda afrontar con frialdad cuando se tiene niños pequeños como el señor Miguel Rivas, o cuando se es sólo muchacho. Debieron suplicar que no los mataran, que, por favor no les hicieran nada; debieron, tal vez el muchacho, Bryan, llorar y pedir que los dejaran ir. Sé que es idiota, irreal y morboso pensar en eso, pero no puedo dejar de imaginar que el muchacho, tal vez,  pidió por sus hermanitos, para que dejaran ir a Kevin y a Jason.

 

   Cuando los obligaron a arrodillarse en fila, ya todo estaba dicho; para ese momento hasta los menores debieron saber lo que pasaría. Imagino que en ese momento comenzaron a llorar desconsoladamente, mucho, de miedo, y que llamaron a su mamá, el último recurso que les quedaba en medio del miedo y la impotencia. Porque a aún a los catorce, y sobretodo cuando se tiene menos, la mamá es más grande y poderosa que Dios mismo. La madre es la que puede detener el sol en su orbita y  la tierra en su eje, vencer miedos y temores, la que acaba con los monstruos y no deja que nos ocurra nada malo. Los niños debieron llamar a su mamá en esos momentos, pero de nada les sirvió esa vez la mágica palabra. Uno de los monstruos se colocó tras ellos. Pum, y cayó el primero, con el cráneo destrozado, sangrando, tal vez sin gritos o lamentos. Y en este punto quiero suponer que ya estaban tan aterrados que habían caído en shock, que no vieron al que temblaba agonizando en el suelo, ni sintieron miedo, ni dolor cuando le tocó el turno a cada uno, y que todo pasó rápidamente.

 

   ¿Cuánto pudieron tardar en destruir a todas esas personas, todas esas vidas, todas esas promesas? Mientras les contaba lo que había pensado esa noche, con mil preguntas más, una de mis jefas chilló que me callara, que ya no siguiera. Tenía los ojos enrojecidos, pero eso era lo único que nos quedaba a todos. Dolor, rabia e impotencia. Jamás he podido pensar en los niños Faddoul, y en el señor Rivas, sin imaginar todo ese drama. ¿Cómo puede alguien hacer algo como eso sin sentir pena o remordimientos? ¿Acaso esas caras, esos gritos, ese llanto y suplicas no los persiguen para toda la vida obligándolos a vivir encerrados en el infierno que se construyeron a placer?

 

   A los delincuentes materiales los atraparon, y si esto fuera Norteamérica, al menos quedaría el consuelo de que serían condenados a muerte, y que ya no tendrán jamás la oportunidad de escapar y repetir la hazaña. Me han dicho que hay quienes sostienen que la pena de muerte es cruel e inhumana; pero supongo que eso sólo ocurre cuando se aplica a seres humanos, no a perros rabiosos. Dicen que hay quienes creen que no es justo que quien pasa veinte años luchando por su libertad, que se arrepiente y cambia de vida, al final muera. No lo sé, debe ser porque nací en un país del llamado Tercer Mundo, pero a mí me parece que sólo los delincuentes que detienen, encierran y condenan, se arrepienten, se vuelven evangélicos o escriben libros de ayuda para jóvenes. Nunca ocurre que un malandro vaya a una estación policial, llorando y diga: maté a tantos, deténganme que estoy arrepentido y no quiero hacerlo más. Siempre me ha parecido, no sé, que Dios me perdone por pensar mal de esos pobre asesinos, que es como un cuento para ver si engañan a la justicia. No es arrepentimiento real, sino miedo al castigo.

 

   Claro, si alguna de las víctima, en este caso los niños Faddoul, regresa un día a su casa y le dice a la mamá, mira, me vine porque te extrañaba, yo mejor me quedo aquí; o si el señor Rivas se presenta, quince años más tarde, en el matrimonio de uno de sus hijos, sonriendo feliz, comiendo y bebiendo con ellos en ese día tan especial… entonces, tal vez, se podría reconsiderar la pena de muerte. Pero al parecer los muertos, muertos se quedan; al menos en este país, no sé en otros. Ya no pueden conocer a gente nueva, comer algo delicioso, reír con sus seres amados, enamorarse, o sufrir, o llorar por alguien que se les va, o estudiar una carrera, visitar mundo, viajar a otro país y conocer a alguien increíble y tener algo bueno. Al parecer no se casarán, no visitaran a sus padres en un hospital, no acompañaran al papá viejo, al final de sus días, haciéndole la vida más fácil. No, muertos están, y no sé si será por tercermundista, pero entre las víctimas y sus asesinos, prefiero a las víctimas. ¿Qué son productos del medio, de la violencia e injusticias? Más del sesenta por ciento de toda la población mundial podría caer bajo esta categoría; hay personas que tienen vidas duras y terribles, y son gente normal, personas decentes, y muchos hasta ayudan a otros para superar esos momentos. No, ser un delincuente, un asesino, es una dedición personal; detenerse frente a una persona indefensa, desarmada y matarla, robándole todo lo que era y pudo llegar a ser no es un mandato divino ni una obligación, no es un deber sagrado, es una decisión. Esa persona es responsable de sí, y como tal, debe responder, a pesar de quienes desean protegerlo y mimarlo movidos como están por un atrofiado instinto de supervivencia para con la sociedad, respondiendo a una atrofiada laxitud moral contra la que tanto previno el viejo Papa polaco.

 

   Que descansen en paz Bryan, Kevin y Jason Faddoul Diab; así como ese hombre humilde y decente, el señor Miguel Rivas.

 

Julio César.

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