COMPARTIENDO EL VIAJE
Ay, estas colegialas…
Despertar temprano no era un problema ya, ni un sacrificio. Su madre, intrigada, notaba que más bien parecía feliz. Ya nada le molestaba: ir hasta el terminal, la cola esperando la llegada de un bus, el recorrido lento y frustrante. Nada de eso ocupaba ya su mente desde hace aproximadamente dos semanas. ¡Fue cuando ella apareció! No se había fijado antes, tal vez siempre estuvo allí, pero la molestia del viaje, esperar, discutir con gente que pensaba que no debía formarse como los otros pero si tenían derecho a subir a las unidades de transporte, era agotador. Y amargaba. Mal encaraba a todo el mundo bien temprano. Pero dos semanas atrás esa joven belleza había hecho acto de presencia en su campo visual; entró, con su pequeño bolso, su blusa estampada que parecía algo maternal, pero era moda, que dejaba al descubierto sus hombros bronceados, algo pecosos, insinuando unos senos jóvenes y redondos. Con sus cuadernos bajo el brazo, su cabello castaño largo y leonino sobre su rostro y hombros, como enrollado en mil rizos. Su carita tenía forma de corazón, sus ojos se veían castaños amarillentos tras unos entecitos redondos, blancos y sin monturas, que le hacían verse aplicada. La eterna estudiante de todas las mañanas.
Ese día había buscado un asiento vacío, y notó el que estaba a su lado. Sus ojos parecieron sonreírle dándole los buenos días y algo truculenta cayó soltando un suspiro, como todo el mundo, de alivio al encontrar un puesto, por lograr subir de una vez y por ponerse en marcha a su destino. La universidad, seguramente. Nada se dijeron. Sólo fue conciente de que ella se movía levemente, de que su codo rozaba su costado, de que por momentos caía en su muslo, fugazmente mientras respondía un mensajito telefónico o buscaba alguna libreta de apuntes. Olía a flores, a talco, a cabellera limpia. Y su cuerpo era tibio, de un tibio que le pareció sensual. No pudo evitar aún esa primera vez, erizarse, sintiendo la sangre correr con fuerza por sus venas. Tuvo que tragar por un momento, desviando el rostro, para calmarse. Su corazón insistía en latir con rudeza.
Desde esa primera vez, tal vez porque al verla subir se encogía un poco más en su asiento, haciéndole más espacio, ella iba directamente hacia allí, una leve y distante sonrisa era el preámbulo para que tomara asiento. A veces la joven leía, ceñuda, casi todo el trayecto. Tal vez preparándose para un examen. Otras veces dormitaba con rostro sereno. Era cuando podía mirarla, despejada, descansada. Se veía fresca y… pura. Y el deseo de recorrer esas mejillas con sus manos era horrible. Debía volverse hacia a ventanilla, siempre con el temor de verse en el predicamento de notar que alguien miraba en ese momento en su dirección. Temía no poder disimular que deseaba tocarla, hablarle, mirarla. Cierra los ojos e imagina acercar su rostro a ella, percibir su aliento tibio, con la mirada fija en esos labios de fresas. Y rozarlos con los suyos, suavemente, una y otra vez, hasta que estos respondieran abriéndose un poco, momento cuando podría atraparlos sin disimulos, sin engaños. Y sumergirse en ella, besándola de forma loca, apasionada, aleteando su lengua, atrapándola por la cintura, alzándola, abrazándola. Hasta que, en sus sueños, la chica gemía, despertando, correspondiendo a la pasión que había en su mirada, entregándose también.
Eso le robaba el sueño de noche. En su trabajo, mientras otros le hablaban, y las muchachas le bromeaban diciéndole que olía a amor en el aire, sólo podía recordarla, recreándola, una y otra vez. ¿Quién sería? Parecía una gran chica, alguien alegre, inteligente y responsable. Seguramente era una gran amiga, una buena hija… Sintiéndose torpe, sonreía, sabiendo que la adorna, pero no le importa, porque allí, donde nadie más puede mirar, lo que le gusta es imaginarla como amante, atrapándola entre sus brazos, recorriéndole la cintura con sus manos, subiendo y subiendo por ese torso de niña mujer, sintiéndola temblar y estremecerse. Y sus bocas siempre unidas, sin soltarse, amándose ya.
Hace tres días, después de un largo fin de semana que fue enloquecedor (porque no la vio), la chica apareció, viéndose distante, soñadora. Y sintió celos. ¿Pensaba o recordaba a algún enamorado, alguien que la amaba con su misma intensidad? ¿Amor? Por Dios, ¡estaba enloqueciendo!, se dijo, pero eso era irrelevante. El caso fue que ese día, tres días antes, ella se adormiló casi en seguida. Y poco a poco su cabecita fue rodando hasta chocar de su hombro, provocándole un corrientazo, una emoción intensa, poderosa y terrible. Al caer, ella había reculado enderezándose, pero volvió a rodar, y deseó que se quedara así, quieta. Y así fue. Al principio parecía tensa, luego fue relajándose en ese punto de apoyo. Durmiendo. Y mirándola de reojo le pareció que sonreía leve. Con disimulo acercó un poco su rostro, como si también durmiera y aspiró el olor de sus cabellos. Era embriagador, tanto que temió que los sonidos de su corazón la despertaran. Qué tortura, qué agonía, qué maravillosa era toda aquella locura.
Sin moverse, sin respirar, hizo todo el trayecto entre temblores y calorones. No deseaba que llegaran jamás. Pero llegaron. La joven despertó, y fingió dormir. La sintió acomodarse, y casi le pareció una caricia física la mirada que la chica le lanzó, tal vez para cerciorarse de que dormía y no notó que ella iba recostada. Ese día se dijo que debía hablarle, intentar saber quién era, o enloquecería. Pero tres días más tarde continuaba en las mismas, en total quietud en su lado del asiento, aunque asegurándose, montando su carpeta en el otro puesto mientras la gente subía, que ese espacio siguiera libre. La miraba subir, y la joven ya no buscaba, podía haber muchos asientos libres antes, pero ella siempre iba en su dirección y tomaba asiento. Sin embargo, todo cambió esa mañana cuando llegaron a su destino, después de que dormitaron cómodamente a dúo, sin sueños, sin sobresaltos, despertando con una sensación de bienestar compartido.
-Fue corto el viaje hoy, ¿verdad? Dormí rico. –la sorprendido ella, hablándole, desperezando su cuerpo.- Hola, me llamo Jenny… -le sonrió. ¡Jenny!, que nombre tan bello, se dijo.
-Mucho gusto, yo me llamo Matilde. –le respondió la otra, viéndose hermosa con sus mejillas enrojecidas y los ojos brillantes como estrellas en un cielo abierto al anochecer.
Julio César.
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